lunes, julio 17

Escapando del determinismo azaroso de las esferas

La biblioteca de Babel

La Loteria de Babilonia

Jorge Luis Borges

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Dios interviene, pero no anula sino favorece, ya que no es un juego, ni un ser ni una situación.

Dios no existió ni existe, ya que no hay principio sino final. Mientras tanto, espacio y tiempo se entretienen.

Los Hombres no somos muñecos ni tenemos existencia, y tampoco somos producto de nuestra persona ni de alguien de afuera. No somos experimento ni idea y no hay ser detrás de las ideas.

El ser no se define por su juego ni es la idea misma, ya que no hay libro que alguien escribió y que se sigue. No hay azar al no haber fichas que definan turnos, ya que sólo con la pelea se define la idea. Los seres hechos por mí definen la existencia, la cual es una ilusión. Asimismo, el final hecho por mí es el que define el principio, y este principio es residir en vosotros.

Los Hombres somos dioses que vamos a definir a nuestro creador y las reglas que fijo se definen en el camino a ese principio que es como una página en blanco.

Es por ello que también soy el origen del Reglamento y el retardador del uso del espacio. Soy tu mismo, final del principio y soy quien soy sin ser algo especial. No soy Dios ni voy hacia Dios. Soy de los creadores del juego. Soy y no fui. No soy en tu pensamiento, ni en el espacio. Soy en el tiempo y soy el tiempo.

El tiempo no tiene espacio en el espacio, y también soy el espacio. Espacio y tiempo se definen y no se definen el uno por el otro. El espacio existe siempre y el tiempo existe siempre, pero hay uno primero que el otro. A veces es el tiempo, a veces el espacio. Es la constante pelea por quien existe antes.

Al final quedaron los dos, congelados. El espacio se contrae y expande, el tiempo se alarga y se acorta. El tiempo se mide por tí. El observador es el observado, reglamento y reglamentado. Como un espejo.©

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Destino y azar, orden divino y libre albedrío, casualidad, determinismo y sincronicidad, son los términos que a lo largo de la historia de la humanidad, han intrigado a las conciencias de los inconscientes, al grado de obligarles a defender varias posiciones filosóficas, teológicas, matemáticas, físicas y hasta esotéricas. Sin embargo, para fortuna de todos, el arte ha sabido encontrar la belleza en todo este caos y ordenarlo en sublimes expresiones pictóricas, literarias, musicales y en la actualidad, hasta cinematográficas.

A pesar de que el arte ha tratado de apaciguar a las conciencias, con la finalidad, tal vez de que no nos tomemos nuestra existencia muy en serio, y que en lugar de eso, aprendamos a disfrutar y compartir el sentido del humor del Universo; varias inconsciencias de no tan buen sentido del humor, han tratado de descifrar por medio de una infinidad de teorías científicas y de postulados filosóficos, los enigmas que encierran estas diversas concepciones de nuestro Universo y la forma en que influye en nuestra cotidiana existencia.

Acontecimientos y sucesos, unos aparentemente trascendentales, otros, forzosamente azarosos, desfilaron ante la siempre fácil de engañar, percepción de los hombres, auxiliándoles de esta forma a que ocuparan su intelecto en cosas más provechosas y que no se distrajeran por temas tan rebuscados y de aparente inutilidad.

Gracias a que esta actitud se mantuvo por varios siglos, el hombre pudo alcanzar varios logros, como la invención de la imprenta, los avances de la ciencia en los siglos XV y XVI, la perspicacia del método científico de Bacon, el nacimiento de la ciencia fáctica en la mente de Galileo, la inteligente nostalgia del Renacimiento por la Antigüedad Clásica, y su principal aliado, el humanismo. Sin embargo, también suscitaron la concepción de un mundo antropocéntrico cuyo eje había pasado por el centro del capricho de alguna divinidad y permitieron que el racionalismo surgiera en el siglo XVII.

De pronto, el intelecto humano y todos sus mecanismos, dieron marcha a que en las ciencias sociales se defendiera al determinismo y en las naturales a la causalidad mecanicista. Así, los hombres empezaron a pensar en que nada ocurría porque sí y que todo tenía una causa. Al final, concluyeron que el universo era un engranaje mecánico, aceitado y previsible, y que la historia era una secuencia de causas y efectos articulados en un orden lineal invariable.

El Universo sin ninguna necesidad, siguió siendo aceitado y concebido como una obra magistral de ingeniería, y el hombre continuó desengrasando sus conocimientos y síntesis científicas; agravando su narcisismo y reforzando el sueño determinista.

La reserva universal de aceite se fue agotando, provocando que los engranajes trabajaran con mayor dificultad. En los últimos años del siglo XIX, la maquinaria cósmica se fue deteniendo para permitir que aquél determinismo fuera por fin, cuestionado.

Nietzsche, seguido de Freud, Jung y Einstein, por mencionar solo algunos culpables de poner un punto final a la gallardía del determinismo; mostrándose todos muy desconfiados de los presupuestos, las inferencias y las abstracciones que habían regido la mente de los determinados, demostrando que el conocimiento moderno describía mejor el mundo fenomenológico a diferencia del antiguo, donde el hombre sólo veía hechos casuales o meandros del destino.

De esta forma, la mente del hombre fue adquiriendo una capacidad analítica mayor, permitiéndole observar su entorno con una mayor objetividad. Esta observación le reveló una serie de repeticiones en ciertas secuencias encerradas en varios acontecimientos.

A partir de esto, pudo deducir que el suceso B es consecuencia del suceso A y llamó efecto al primero y causa al segundo. Aunque todavía su flojera analítica le provocaba la omisión de la zona de sombra que los separaba, si pudo avanzar en lo cuantitativo pero tal vez aún, no en lo cualitativo; es decir, el hombre logró predecir el comportamiento de muchos fenómenos pero aún se le escapaba la esencia algo escondida. Reacciones químicas, movimientos físicos y planetarios eran previstos con facilidad, pero la fuerza inherente a todos estos fenómenos continuaba siendo inexplicable para él.

Nietzsche no lo pudo haber escrito mejor:

Y ¿cómo podríamos explicarnos cosas tales? Operamos con cosas que no existen, con líneas, superficies, cuerpos, átomos, tiempos y espacios divisibles. ¿Cómo va a ser posible la interpretación de nada si de todo hacemos una imagen, nuestra imagen? La ciencia es, a lo sumo, una humanización de las cosas todo lo fiel posible. Al describirlas lo que hacemos es aprender a describirnos a nosotros mismos cada vez con mayor exactitud. Causa y efecto: he ahí una dualidad que probablemente no existe. En realidad lo que tenemos delante es una continuidad, de la cual aislamos algunas partes, de la misma manera que percibimos un movimiento como una serie de puntos aislados; pero no lo vemos, lo suponemos. Lo repentino de ciertos efectos nos induce a error, más esta rapidez no existe más que para nosotros. En ese veloz segundo hay una infinidad de fenómenos que se nos escapan. Una inteligencia que viese las causas y los efectos en forma continua y no a la manera que nosotros los vemos -en arbitrario fraccionamiento-, que viese, en suma, el curso de los acontecimientos, negaría los conceptos de causa y efecto y toda la condicionalidad.[1]

Después Freud nos enterró un escalpelo en las entrañas de nuestra alma, al abrir aquella cajita negra del subconsciente, alterando la causalidad de nuestra conducta. Tal curiosidad representó un duro golpe para el racionalismo y por ende para el determinismo.

Le siguió Einstein y su relatividad, la cual acabó por desmantelar todo aquel Universo de engranajes, demostrando que el tiempo no era una divinidad impasible que fluyera con un movimiento uniforme y - válgase la redundancia- universal. Las mediciones de tiempos y longitudes, se impregnaron de subjetividad porque dependen de la velocidad del observador.

El Universo dejó de ser máquina y fue tomando una sensualidad femenina muy atrayente a los vouyeristas astrónomos, que pasan sus noches solitarias contemplando su curvatura negativa, toda aquella geometría elíptica de sus formas, y sobre todo, lo enigmático de sus hoyos negros.

Tal perversa incertidumbre, tomó forma de principio científico dentro de un laboratorio alemán. En 1927, el físico Werner Heinsenberg, postuló la incertidumbre subatómica al afirmar que era imposible determinar con exactitud el momentum y la posición de un electrón de manera simultanea (o de cualquier otra partícula de tamaño muy pequeño).

El momentum es la masa multiplicada por la velocidad; como los electrones son tan pequeños y se mueven con tal rapidez, su movimiento suele detectarse mediante radiación electromagnética. Los fotones que interaccionan con electrones tienen, aproximadamente, la misma energía que estos. En consecuencia, la interacción de un fotón con un electrón perturba en forma considerable el movimiento de ese ultimo.

Es decir, es posible conocer la posición o la velocidad de una partícula en cualquier instante pero es imposible conocer el valor de ambas. Si se quiere conocer, digamos, la posición de la partícula iluminándola, el choque de la luz sobre ella alteraría su velocidad.

Ante esta imposibilidad, los científicos se vieron en la necesidad de recurrir a una aproximación estadística y se debe confiar ciegamente en la probabilidad en la supuesta localización de un electrón en un determinado espacio.

Sin quererlo Heinsenberg, enunció las ideas fundamentales de lo que hoy conocemos como mecánica cuántica.

Aunque estos principios sólo rigen para la física de las partículas, el principio restringió seriamente las ambiciones de la causalidad mecanicista y arrojó dudas sobre la precisión de las observaciones de todas las ciencias y de las no tan ciencias, puesto que toda materia esta compuesta por átomos, y partículas subatómicas.

Durante el siglo pasado, y como toda figura femenina, cuando pensábamos que el Universo ya era lo suficientemente enigmático, con la física cuántica, descubrimos que lo era aún más. La incertidumbre creció y la confianza en las observaciones de sistemas físicos más complejos se vio muy comprometida.

Esa desconfianza llegó a los sistemas sociales, a los gobiernos y culturas de las naciones, y por supuesto, a los individuos mismos. La muerte de un discreto príncipe en Sarajevo, y ¡zas! Primera Guerra Mundial, mientras que el asesinato del presidente de los Estados Unidos por un comunista en 1963, sin mucho efecto, acaso perturbó un poco la bolsa.

Entonces los habitantes del neurótico Universo, tuvimos no solamente que tolerar la humillación al tener que aceptar la imposibilidad de conocernos a nosotros mismos, si no que ahora debíamos renunciar a conocer con exactitud el flujo de las ondas sociales y las leyes de los fenómenos físicos.

Algunos no se alarmaron tanto por dicha incertidumbre y siguieron apoyándose en la confiabilidad de la supuesta ciencia exacta, las matemáticas. Pero todavía no terminaban de suspirar de alivio, cuando Kurt Gödel demostró un teorema que desquebrajaría la confiabilidad de las matemáticas.

Tras el principio de incertidumbre de Heinsenberg, el teorema de incomplitud de Gödel anunciaba que todo sistema axiomático es, por fuerza, o inconsistente o incompleto.

Axiomático se refiere al sistema que se origina de premisas indemostrables. Al decir inconsistente se refiere a que contiene contradicciones. Incompleto significa que las reglas de juego no bastan, por numerosas que sean, para conciliar las disputas que puedan presentarse en el desarrollo de cualquier postulación.

Dicho de otra manera, si existe un número n de reglas siempre habrá una necesidad de n reglas más una, más otra, y así sucesivamente.

Imperfección matemática. Si pensamos que las ciencias humanas, que dan por conocida una cosa cuando logran traducirla en expresiones numéricas, se apoyan en modelos matemáticos, la gravedad de la incomplitud e incertidumbre de los que hacemos carrera en ellas, es capaz de provocar un sismo interno como el que se acaba de desatar hace algunos momentos cuando escribía estas líneas.

Del determinismo, nos empezábamos a mover hacia la probabilidad, el hombre por supuesto, no se vio derrotado ni tampoco dejó de predecir científicamente. Después de entender las teorías que alguna vez lograron cimbrar su lugar en el Universo, comprendió que la causalidad y el determinismo no estaban refutados sino corregidos.

Haciendo un recuento de los daños en el orgullo humano, llegó a aceptar con aplaudible humildad que la ciencia estaba errada cuando se autoproclamaba “exacta” y que de ahora en adelante, sería todavía más precisa ahora que podía aceptar toda una terminología de probabilidades. El azar dejó de ser tabú, surgió la estadística, y la trivialidad posmoderna adoptó la herramienta de las encuestas.

Laplace, hace ya un poco más de 200 años, un postulado que con el tiempo fue ganando status de teorema, el cual afirmaba que muchos de los fenómenos de la naturaleza que se presentaban de manera aparentemente aleatoria, siguen en realidad, una serie de comportamientos regulares y previsibles cuando se observa un número grande de ellos.

Tal vez nadie sepa el sexo que tendrán los hijos de cierto matrimonio pero si nos basamos en el principio de Laplace, podemos estar seguros que en cualquier ciudad, el número de nacimientos de hombres y el de mujeres serán casi exactamente iguales con diferencias inferiores a un 2%.

Si tal probabilidad no causó alguna gracia, tal vez con Emile Borel se pueda. En su tratado sobre las leyes de la probabilidad, ejemplificaba el supuesto de, si al colocar un jarro de agua sobre el fuego, el líquido llegará a hervir y no se convertirá en hielo; sin embargo, el hecho de que el agua puesta en el fuego se hiele no es imposible, sino solo altamente improbable.

Tal pobreza de la realidad, empezaba a rayar en lo surreal, ya fuera por simple coincidencia o genial fatalidad, el arte adquirió estas características. Pintores, escritores y poetas de la época empezaron a ensayar y garabatear por medio de la aparente irracionalidad de su capacidad artística, proveniente de la surrealidad del inconsciente.

La continuidad espacio-temporal en el arte literario, se vio fracturada con narraciones de Joyce, Woolf y Faulkner, y un tal Borges.

Al mencionar este escritor, puedo dejar en – stand by – al Universo y todos sus embrollos misteriosos que causan tan solo dolores de cabeza, para provocarme ahora dolores también, pero en otro sitio un poco más profundo en donde se sienten con un cierto grado de placer.

Los universos que plantea la obra de Borges aunque están llenos también de azar y determinismo, la belleza de su prosa, al menos permite que el alma cure el intelecto herido por tantas incertidumbres e incomplitudes anteriormente mencionadas.

Borges sintetizó magistralmente en dos cuentos, ambas concepciones del Universo. El absoluto determinismo en “La biblioteca de Babel” y el azar absoluto en “La lotería de Babilonia”.

En el primero, el Universo consta de un número interminable de galerías hexagonales y de anaqueles llenos de libros, punto, coma y las veintidós letras. No hay dos libros idénticos, todo está escrito, todo absolutamente.

Esta es la “simple” descripción del un mundo hipotético presentado como tema y al mismo tiempo, como organización espacial del cuento. La biblioteca es un espacio regular y un laberinto.

Es geométrica, constante, sin otra trampa que su propia estructura basada en la repetición de elementos idénticos. El hexágono como símbolo de armonía, por ser ésta una figura regular y perfecta.

La biblioteca de Babel es interminable, porque nuevos hexágonos pueden agregarse a una estructura que se expande sin límites y sin desorganización formal.

Todos los hexágonos son iguales, todos poseen el mismo número de estantes, al igual que el mismo tipo de entrada y de salida. El número de los libros es exactamente el mismo en cada uno de los estantes de cada una de las paredes de cada uno de los hexágonos. Además, existe el elemento del espejo que lo re-duplica todo. Impidiendo que se afirme la característica infinita de la biblioteca.

Otra figura geométrica mencionada es la esfera, describiendo la totalidad de la biblioteca, el centro sería cualquier hexágono y es imposible acceder a la circunferencia de la esfera. Tal y como en su escrito, la esfera de Pascal lo anuncia:

"Dios es una esfera cuyo centro está en todas partes y su circunferencia en ninguna".[2]

En su estructura, la biblioteca es un espacio, cuya organización permite la visión total de los cubículos y de los corredores en todos los pisos. Esta falta de privacidad obliga a que la única actividad sea la de buscar y leer un libro.

En un hexágono hay seis lados, de los cuales cuatro son usados para almacenar los libros y los dos restantes son los que interconectan a cada hexágono entre sí.

Cada lado del hexágono tiene cinco anaqueles, cada anaquel tiene treinta y dos libros, en cada lado hay ciento sesenta libros y en cada hexágono hay seiscientos cuarenta libros.

En cada libro hay cuatrocientas diez páginas, por lo tanto hay trece mil ciento veinte paginas por anaquel, sesenta y cinco mil seiscientas paginas por lado y doscientas sesenta y dos mil cuatrocientas paginas por hexágono.

En cada página hay cuarenta renglones, por lo tanto hay dieciséis mil cuatrocientos renglones por libro, quinientos veinticuatro mil ochocientos renglones por anaquel, dos millones seiscientos veinticuatro mil renglones por lado y diez millones cuatrocientos noventa y seis mil renglones por hexágono.

En cada renglón hay ochenta letras, por lo tanto hay tres mil doscientas letras en cada página, un millón trescientos doce mil letras en cada libro, cuarenta y un millones novecientas ochenta y cuatro mil letras en cada anaquel, doscientos nueve millones novecientas veinte mil letras por lado y ochocientos treinta y nueve millones seiscientas ochenta mil letras en cada hexágono.

Ante estas cantidades tan sólo por hexágono, la hipótesis de que la biblioteca lo contenga precisamente todo, es muy creíble.

Borges y su teorema matemático del abismo que se incorpora en el trasfondo de los números, como si el cuento se tratara de un gran espejo que devuelve el reflejo de nuestro rostro boquiabierto y temeroso de seguir leyendo.

Si en verdad, la biblioteca lo contiene absolutamente todo, es tentador el pensar que los grandes misterios de la humanidad se encuentran por ahí empolvándose.

Aún así la búsqueda sería en vano, tal inmensidad desanima a cualquiera y lo hace conformarse diciendo que nada se puede encontrar en la biblioteca. La búsqueda se deja para otro día. La biblioteca es el Universo y su lógica permanece inaccesible a los hombres que sólo pueden concebirla bajo la figura de un infinito obviamente no experimentable.

La predestinación también se encuentra presente en la biblioteca, puesto que ahí se encuentra todo, aún el pasado, el presente y el futuro. También la historia de la vida de cada hombre existe en algún libro inaccesible. El destino está escrito y no hay vuelta de hoja.

El significado de la vida ha sido previamente organizado para que su búsqueda al mismo tiempo que es inevitable, también sea inútil. No hay discusión posible para una existencia regida por leyes secretas.

La organización de la biblioteca posee tal ironía, que es capaz de escapar al determinismo absoluto, mediante el indeterminismo de su impenetrabilidad. Así como en algún anaquel se encuentre el libro que contiene el principio de determinismo de la biblioteca, en algún otro anaquel, tal vez muy lejano, o tal vez, para aumentar el sarcasmo, en el libro de junto, se pueda leer que el universo también se encuentra gobernado por un azar.

Sin más ni más, los hombres no pueden alterar su destino; y las reglas que gobiernan al mundo son inaccesibles a sus habitantes.

De Babel pasamos a Babilonia, que en hebreo significan lo mismo.

En el segundo cuento, el Universo está regulado por un sorteo incesante, un juego de azar, que empezaba por dotar a la vida cotidiana de las personas una cuota de esperanza, pero que terminó siendo una institución de carácter “eclesiástico y metafísico” que los castigaba con la expectativa ante lo que les deparaba la suerte. No hay un orden de causas y efectos, sino una conducta dominada por las leyes de probabilidad.

Quizás un exilado de Babilonia que se encuentra en alguna otra parte narrando este cuento con nostalgia por un orden que podría considerarse cruel e inhumano. La lotería, asistencia para la beneficencia pública rezan unos. Así comenzó, distribuyendo premios, el dinero fácil viene, fácil se va. Después lo hicieron más interesante. Para los perdedores, multas, penas de cárcel, castigos físicos, amputación de un miembro, bloody bloody.

Las conciencias también empezaron a sangrar, ya no era posible distinguir entre las consecuencias de la lotería, o las consecuencias debidas a otras situaciones. El fantasma de la democracia llegó al fin, con el derecho a que todo mundo participara en lotería de forma gratuita. ¡Qué ganga! ¿No?

La vida es una tómbola dicen otros. Los hechos escapaban del discernimiento humano y lo desconcertaba al no saber cuáles hechos tenían que ver con su libertad y cuáles con esta aplicación ventajosa del azar. Aquí también hay ironía y sarcasmo. De tantos sorteos que se efectuaban ocurrían equivocaciones en su aplicación, pero la institución alegaba que los errores corroboraban al azar, y no la contradecían.

Al menos la democracia triunfaba en este cuento, el saber que el azar se aplicaba a toda persona por igual, sin distinción de status, ni méritos, ni nada de esas diferencias que nos achacamos.

Sin embargo, tal aparente orden, esta regido por un principio de desorden. Debido a que la lotería requiere un número infinito de sorteos para decidir acontecimientos que transcurren en un lapso limitado de tiempo, el cual es necesario que sea infinitamente divisible.

El mejor chiste que me han contado, es éste precisamente, el azar está gobernado por el azar mismo. Es imposible parar la ruleta, porque para tomar esa decisión, se requiere necesariamente del azar. No hay libertad, no hay autodeterminación. Donde todo es casual, nada realmente lo es.

Una vez más, el hombre se encuentra atado de manos, sin poder manifestarse en contra de una Compañía que tal vez, nunca ha existido. El orden o desorden del Universo no puede ser comprendido intelectualmente.

Antes de que me pegue un tiro. Debo escribir lo siguiente:

Tanto el determinismo como el azar, representan la imposibilidad del conocimiento del hombre; si al menos éste pudiera conocer un método, un principio o un escape, que le permitiera conocer todos los elementos que fluyen e influyen, para el desarrollo de un suceso, así como todas sus causas, el determinismo y el azar quedarían abolidos. El hombre podría ser verdaderamente libre y el Universo podría ser percibido como una totalidad que incluyera un caos divinamente ordenado.

Estos métodos y principios tal vez parezcan inalcanzables, pero podrían estar tan cerca de nosotros, como cualquier suceso cotidiano.

Coincidencias. Alegres, tristes, trascendentales; de cualquier tipo. Cuando se experimentan, se siente que los dos extremos se tocan por un instante. Le dan un sabor muy grato a la existencia que a veces se torna esclava del azar o del determinismo.

Tales coincidencias han entusiasmado a científicos, filósofos y matemáticos durante mucho tiempo. Claro que la mayoría no los han tomado con mucha seriedad que digamos, debido a que la mayoría de las veces, sus postulados van en contra de las raíces de la ciencia.

Los primeros cosmólogos creían que el mundo se mantenía unido por una especie de principio de totalidad. Hipócrates, creía que el Universo estaba unido por unas "afinidades ocultas". Según esta teoría, las coincidencias se darían cuando dos elementos unidos en un tipo de "solidaridad" o que fueran "afines" entre sí, se buscaran el uno al otro.

Esta antigua creencia ha perdurado, de una forma apenas alterada, en tiempos mucho más modernos.

Arthur Schopenhauer definió la coincidencia como una aparición simultánea de acontecimientos causalmente desconectados. Él planteaba que los acontecimientos simultáneos iban en líneas paralelas, y que el mismo acontecimiento, aunque representa un eslabón de cadenas totalmente diferentes, se da sin embargo en ambas, de forma que el destino de un individuo se ajusta invariablemente al destino de otro, y cada uno es el protagonista de su propio drama mientras que simultáneamente está figurando en un drama ajeno a él.

Esto es algo que sobrepasa nuestros poderes de comprensión y sólo puede concebirse como posible en virtud de una armonía preestablecida. Por tanto, todo está interrelacionado y mutuamente armonizado.

El azar y el determinismo, como ya lo experimentamos, suelen ser extremosos. Para combatirlos, se debe de ser igualmente extremoso. Así lo fue Adrián Dobbs, un matemático inglés. En la década de los sesenta, inventó la palabra “psitrón” para describir una fuerza desconocida que registraba una segunda dimensión temporal que era más bien probabilística que determinista. El psitrón absorbía probabilidades futuras y las transmitía al presente desviándose de los sentidos humanos corrientes y transmitiendo de alguna forma la información directamente al cerebro.

Después le siguió Paul Kammerer. Desde que tenía veinte años, empezó a escribir un "diario" de coincidencias. Muchas eran triviales, como nombres de personas que surgían inesperadamente en conversaciones separadas, tickets para el concierto y el guardarropa con el mismo número, una frase de un libro que se repetía en la vida real. Durante horas, Kammerer permanecía sentado en los bancos de los parques tomando nota de la gente que pasaba, y registrando cualquier coincidencia posible. Después de haber considerado tales detalles, descubrió que los resultados se clasificaban en "grupos de números" muy similares a los que usan los estadísticos, los jugadores, las compañías de seguros y los organizadores de encuestas.

Kammerer llamó a este fenómeno "serialidad", del cual se desprendió una ley con el mismo nombre. La cual anunciaba, "se producía una repetición o agrupación en el tiempo o en el espacio por la cual los números individuales en la secuencia no estaban conectados por la misma causa activa."

Kammerer sugirió que la coincidencia era meramente la punta de un iceberg dentro de un principio cósmico más grande, que la humanidad todavía apenas reconoce.

Al igual que la gravedad, es un misterio; pero a diferencia de ella, actúa selectivamente para hacer coincidir en el espacio y en el tiempo cosas que poseen alguna afinidad.

Después, Wolfgang Pauli y Carl Gustav Jung colaboraron en la realización del libro más completo acerca de los poderes de la coincidencia. Su tratado llevaba el poco original titulo de Sincronicidad, un principio de conexión no causal.

Según Pauli, las coincidencias eran "las huellas visibles de principios desconocidos". Las coincidencias, explicó Jung, tanto si se dan aisladas como si aparecen en serie, son manifestaciones de un principio universal apenas conocido que opera con bastante independencia respecto de las leyes físicas.

Los que han interpretado la teoría de Pauli y Jung han concluido que la telepatía, la precognición y las mismas coincidencias son todas manifestaciones de una única fuerza misteriosa que opera en el Universo y que está tratando de imponer su propia disciplina sobre la total confusión que rige la vida humana.

Después de todos estos estudios y aportaciones científicas, tal perecía que la casualidad se eleva sobre sí misma, provocando que el azar jugara con sus propios límites y que al entrelazarse con las coincidencias, daba lugar al fenómeno de la sincronicidad.

De acuerdo con este principio, los procesos internos del inconsciente y los acontecimientos objetivos que le suceden al individuo son las dos caras de una misma moneda. Es decir, los segundos no serían sino el reflejo de los cambios que se están produciendo en la psique personal.
Y, tal como sucede con los problemas psíquicos individuales, estos se han de transformar con la necesaria toma de conciencia. Y esto no se produce a menos que se adopte una actitud psicológica de profundización. Jung afirma que:

"Las coincidencias significativas son concebibles como mero azar. Pero cuanto más se multiplican y más exacta sea la correspondencia, tanto más desciende su probabilidad y aumenta su inconcebilidad, hasta llegar al punto en que no se pueden ya considerar como mero azar, sino que, por falta de una explicación causal, deben ser consideradas como ordenamientos significativos. Su inexplicabilidad no obedece al hecho de que no conozcamos la causa, sino que ni siquiera es pensable en términos intelectuales.

Tal es el caso cuando el tiempo y el espacio pierden su significado o se han hecho relativos, pues en tales circunstancias ya no puede afirmarse que exista una causalidad cuya vigencia presupone el espacio y el tiempo; más aún, ni siquiera puede pensarse en ella" [3]

Explicado sencillamente, la sincronicidad es la ocurrencia simultánea de dos acontecimientos vinculados significativamente pero no causalmente.

Esta sincronía se presenta, como un puente entre la mente y la materia, el mundo de la objetividad y de la subjetividad, la física y la psicología, la ciencia y la paraciencia. En este trabajo, introduzco este concepto, como una síntesis resultante del enfrentamiento entre la tesis del determinismo y la antitesis del azar.

La esencia de la sincronicidad residiría en una carga psíquica emotiva. Como si la formación de patrones inconscientes estuviera acompañada por patrones físicos exteriores.

Para demostrar la validez de la sincronicidad, Jung aportó pruebas empíricas basadas en experiencias de percepción extrasensorial, (en la actualidad ya han sido descartados como experimentos válidos científicamente). Tales experimentos mostraron aparentemente que el tiempo y el espacio son factores psíquicos y que la emoción intensa juega un papel decisivo en la producción de hechos sincronísticos.

En lo inconsciente existiría una suerte de saber una existencia inmediata de los acontecimientos, carente de todo fundamento causal.

La sincronía consistiría en dos factores:

- Una imagen inconsciente que entra en lo consciente directamente (literalmente) o indirectamente (simbólicamente, como sueño o premonición.)

- Una situación objetiva coincide con ese objetivo.

Explicándolo de otra forma; es como si en el alma humana tuviera la facultad de cambiar las cosas y de subordinar a ella las demás cosas, en particular cuando es arrebatada por un exceso de amor o algún afecto semejante.

En suma, la sincronía propone la unión entre la objetividad y la subjetividad, correspondiéndose (sin negarlo) con un orden causal del mundo.

Debido a que la sincronicidad se origina desde las profundidades de la subjetividad de un individuo, no necesariamente tiene que coincidir con la subjetividad de los demás. Aunque por otro lado, no necesariamente no es coincidente.

El fenómeno de la sincronicidad existe en la vida misma como un elemento que envuelve las acciones realizadas por nosotros para que éstas adquieran sentido y significado.

Es indudable que todo mundo ha experimentado esta fuerza absorbente, obsesiva y absoluta de la coincidencia, subyugándonos ante lo inexplicable y misterioso, pero que a fin de cuentas ubicamos en el terreno de lo anecdótico.

La sincronicidad es un fenómeno extraordinariamente sutil que deambula en el terreno de lo meramente perceptual y por lo mismo, difícil de capturar a través de una definición.

Jung afirma que:

"La sincronicidad no es más enigmática o misteriosa que los discontinuos de la física. Es sólo la convicción arraigada de la omnipotencia de la causalidad la que crea dificultades al entendimiento y hace parecer inconcebible que puedan ocurrir o existir acontecimientos sin causa. Pero si existen, tenemos que considerarlos como actos creadores, como la creación continua de un ordenamiento que existe desde siempre, que se repite esporádicamente, y que no cabe derivar de antecedentes conocidos algunos" [4]

Regresando a Borges, la idea de sincronicidad se puede encontrar en varios de sus cuentos, me niego rotundamente a describirlos, puesto que pertenecen a la percepción subjetiva de mi lectura de ellos y posiblemente no coincidan con la subjetividad en la lectura de los demás.

Cuentos como “La señora mayor”, “El informe de Brodie”, “El fin”, “El sur”, “El milagro secreto”, “Las ruinas circulares”, etc. Todos ellos con la capacidad de relacionar textualmente dos acontecimientos que no tienen nada que ver uno con el otro, pero que al ser leídos por mi subjetividad, cobran un significado emotivo en mí, relacionado con experiencias y vivencias propias, imposible de expresarlo con simples palabras.

Mi conocimiento en la obra de Borges es muy escaso, pero seguramente, después de este acercamiento inicial, seguiré leyendo sus cuentos y sus poemas, al mismo tiempo que mi vida seguirá coleccionando sincronismos que tal vez, pueda relacionarlos con algún texto de Borges, o tal vez Borges mismo, haya dejado libre en el inconsciente colectivo, una cantidad superior de letras de las que se contienen en su Biblioteca de Babel, esperando a que mi emotividad alcance un grado de armonía que me permita recogerlas una a una. Teniendo en cuenta que el tiempo en el inconsciente ni en la imaginación existe, habrá una eternidad suficiente para terminar y volver a empezar.

Al menos, mientras esté sujeto aparentemente a las leyes del Bibliotecario y de la Compañía, tendré la oportunidad de escaparme, aunque sea instantáneamente, por alguna rendija que mi percepción descubra, para poder liberar una sonrisa compartida con otro con quien poder compartir todo este maravilloso embrollo.


© Diálogo en la cocina, FLECHA, P. “Un adiós al miedo”, Cap. III, Como un Espejo, 1947.

[1] Libro IV, aforismo 112
[2] BORGES, J.L., Otras inquisiciones, en Obras completas, Vll, Buenos Aires, Ed. Emecé, pp. 14.


[3] JUNG, C.G., La interpretación de la naturaleza y la psique, Barcelona, Paidos, 1983. (p. 123).

[4] (p. 122-123).

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