lunes, abril 3

Jena



En Jena la batalla está ganada de un lado y perdida del otro
¿Quién se atrevería a pretender que era en broma?
Que cada quien va a llevarse sus peones
Y haríamos como si no hubiera combate, ni victimas.

En Jena. Una batalla sí deja marcas.
El vencido es siempre el que agoniza
sin importar a que campo pertenece.
Los desgarrados, los traspasados, los despedazados, los estallados.
Malditos aplastados, mutilados, rotos destripados.

En Jena. Aquellos que no pudieron escapar al reclutamiento
que hicieron salir de su escondite,
aquellos que se vendieron por un escaso sueldo.
Aquellos que revistieron el uniforme por simple deseo de gloria.
Por juego. Por bravuconería.
Orgullosos de servir a un hombre que se cree un dios.
Aquellos que culparon al Destino cuando las balas les atravesaban
el pecho, cuando la bayoneta les abría el vientre,
cuando un cañonazo les arrancaba los huevos.

En Jena, aquellos que no conocerán a Johann Gottlieb Fichte
y su Camino hacia la bienaventuranza,
aquellos que ya no leerán, si alguna vez los leyeron,
ni a Schiller, ni a Goethe,
"Aquellos que yacen y a quienes llevan en camillas improvisadas
con el cirujano equipado con la sierra del ferrero,
con las hacedoras de hilas de tiernas manos impotentes".

En Jena, cuando la niebla se disipa, en el olor de la pólvora,
el oro deslustrado de los follajes, el oro flameante de los incendios, aquellos que creen en el cielo, aquellos que no creen en él.

En Jena, los caballos caen del lado opuesto del foso
y sus flancos se estremecen.
A un caballo herido por lo general lo rematan.
Pero ya no hay nadie para dar el tiro de gracia.

En Jena, los muertos no tendrán sepultura.
El emperador pasó a galope sin dignarse a hacer un milagro.
A los caballos es a los que rematan.
Al menos cuando sobrevive un último jinete.
Un soldado perdido que exhausto repta
arrastrando sus piernas inertes y que no ha tirado su fusil.

Ella dice. De acuerdo, te veo en Jena. Saldré de Montreuil a las tres. Está cerca. Veinte minutos.
Ella dijo. Oh, por favor cállate.
Ella se bajó del vagón, se dirigió hacia la salida. Miró su reloj.
Se inclinó, puso una moneda en la lata que le ponía enfrente el lisiado.

En Jena, al dar vuelta en el pasillo ella dijo.
Lo siento, cuando los vagabundos le dieron de repente un empujón,
escandalosos y tambaleantes
y uno de ellos tenía una botella en la mano.

Ella dijo. Ay perdón. Él dijo. No hay de qué, otro dijo. De nada.
Los dos con una carcajada.
El acelerado que sostenía la botella en la mano
la estaba blandiendo ya, gritando. Te toca muchachita,
esto te va a caer bien. Ella rechazó el ofrecimiento y subió la escalera.

Ella dijo no. No pide que la remate.
Ella va caminando, cruza la avenida de Jena
sin hacer ningún caso de los coches.
Claxonazos. Rechinido de llantas.
A menos, dice él, de que un desesperado escoja la hora de la siesta para aventarse al metro, llegarías tarde.
Te voy a esperar, ya estoy acostumbrado.

En lo alto de la escalera. La esquina de las dos avenidas.
Ahí estaba él. Bajando la mirada con la voz grave.
Tengo algo que decirte. Lo nuestro ya no puede continuar.
Terminemos. Vamos a tomar algo a la cafetería del Goethe Institute. Las clases van a empezar dentro de poco.
Este año voy a dar historia. Te voy a mostrar la sala de conferencias. Cuando quieras podrás venir a escucharme.
La mira alejarse. Suspira. Se encoje de hombros.

Así es como viven los hombres.

mizpah

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